El desamor escuece
EL DESAMOR ESCUECE- Por Rosa Montero
Conozco a una chica de 20 años que se pasó el fin de semana esperando a que él la llamara y él no llamó nunca. La vi el lunes taciturna y furibunda, aplastada por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama (si tu amada te ignora), el futuro te parece tan gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia a la que está enganchado. Por eso a mi amiga se le había apagado el mundo aquel lunes funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que tú quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.
El desamor abrasa. Sobretodo al principio, sobretodo si tienes 20 años. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son auténticas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad como los oscuros planetas que cruzan el arco del cielo. Y así, cuando eres joven, crees que tu amado es irremplazable, que no hay otro ser en el mundo tan maravillosos ni tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de ese modo.
Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único, y que tal vez ni siquiera es amor. Pero, aún así el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejía, un ardor frío.
Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y rabias. Esperas la palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final; que él, o ella, se comporten de una manera distinta a como siempre son, o lo que es lo mismo, que sean otros. Pero él, o ella, suelen manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como son y a no convertirse en el amado ideal que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma: porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como encerrar una voluta de humo en una jaula: cuando el desamor te ha hincado el diente, suele comerte entera. Eso también se aprende con los años.
Quise decirle aquel lunes a mi amiga tan joven y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el que te dejen de querer: cuando sientes que el brillo de la pasión se va apagando, que la hoguera se convierte en una brasa. Amaste, lo sabes porque tu memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las viejas fotos de los primeros días de tu pasión, y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de bien quererse. ¿de verdad te palpitaba el corazón, se te nublaba la vista, perdías el aliento cuando le veías? Donde ayer hubo un horno y el resplandor de un sol hoy hay una polvareda de cenizas.
Quizá habéis vivido juntos durante años; quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Le quieres como se quiere a la familia: con un cariño acostumbrado. Pero en algún minuto de esa travesía temporal que habéis hecho en la vida tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; la otra deja de ser la esposa que soñaste, el otro ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas disputas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurilla que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede agotar en ti el enamoramiento que antaño sentiste. Porque el amor, por mucho que mi amiga veinteañera crea ahora, en su despecho, lo contrario, es una planta delicada y débil, a la que hay que regar con mucho tiento para que no se seque.
Duele el desamor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y te arde la despellejada piel del alma de un desamor reciente, conviene pensar algunas consideraciones que también pude hacerle a mi amiga y no le hice. Primero, que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio: y así, el dolor del desamor (y atreverse a afrontarlo) es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Segundo, que en todas las rupturas se aprende algo. Y tercero, que el amor no está en el otro, sino en ti mismo: si una vez amaste, lo volverás a hacer. Y siendo más sabio.
Conozco a una chica de 20 años que se pasó el fin de semana esperando a que él la llamara y él no llamó nunca. La vi el lunes taciturna y furibunda, aplastada por la gravedad de la vida: es notable lo que aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama (si tu amada te ignora), el futuro te parece tan gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia a la que está enganchado. Por eso a mi amiga se le había apagado el mundo aquel lunes funesto: nada existe, nada palpita, nada brilla si no te miran los ojos que tú quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirado.
El desamor abrasa. Sobretodo al principio, sobretodo si tienes 20 años. Porque entonces te llegas a creer que tus pasiones son auténticas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad como los oscuros planetas que cruzan el arco del cielo. Y así, cuando eres joven, crees que tu amado es irremplazable, que no hay otro ser en el mundo tan maravillosos ni tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de ese modo.
Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es el único, y que tal vez ni siquiera es amor. Pero, aún así el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo. Tiene, como la lejía, un ardor frío.
Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y rabias. Esperas la palabra justa que el otro no pronuncia y te desesperas. Esperas un milagro final; que él, o ella, se comporten de una manera distinta a como siempre son, o lo que es lo mismo, que sean otros. Pero él, o ella, suelen manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo como son y a no convertirse en el amado ideal que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino más bien su alma: porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se te escapa. Pero es como encerrar una voluta de humo en una jaula: cuando el desamor te ha hincado el diente, suele comerte entera. Eso también se aprende con los años.
Quise decirle aquel lunes a mi amiga tan joven y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el que te dejen de querer: cuando sientes que el brillo de la pasión se va apagando, que la hoguera se convierte en una brasa. Amaste, lo sabes porque tu memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las viejas fotos de los primeros días de tu pasión, y no te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad de bien quererse. ¿de verdad te palpitaba el corazón, se te nublaba la vista, perdías el aliento cuando le veías? Donde ayer hubo un horno y el resplandor de un sol hoy hay una polvareda de cenizas.
Quizá habéis vivido juntos durante años; quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Le quieres como se quiere a la familia: con un cariño acostumbrado. Pero en algún minuto de esa travesía temporal que habéis hecho en la vida tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; la otra deja de ser la esposa que soñaste, el otro ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas disputas, las soledades medianas y los grandes malentendidos: toda esa basurilla que te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede agotar en ti el enamoramiento que antaño sentiste. Porque el amor, por mucho que mi amiga veinteañera crea ahora, en su despecho, lo contrario, es una planta delicada y débil, a la que hay que regar con mucho tiento para que no se seque.
Duele el desamor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y te arde la despellejada piel del alma de un desamor reciente, conviene pensar algunas consideraciones que también pude hacerle a mi amiga y no le hice. Primero, que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un precio: y así, el dolor del desamor (y atreverse a afrontarlo) es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Segundo, que en todas las rupturas se aprende algo. Y tercero, que el amor no está en el otro, sino en ti mismo: si una vez amaste, lo volverás a hacer. Y siendo más sabio.